18 febrero, 2017

Acerca de la violencia - Alfonso Sastre

Extraído del ensayo La batalla de los intelectuales: o nuevo discurso de las armas y las letras, de Alfonso Sastre. (Texto completo en PDF aquí).


El buen intelectual está contra toda violencia, venga de donde venga.
Nada más cierto, y son pocas las excepciones de quienes afirmamos que pensar es distinguir entre los fenómenos (o, al menos, empieza por ese esfuerzo), o sea, que es todo lo contrario de echar en una bolsa de basura todo lo que quepa en ella en función de ciertas semejanzas que a veces son realmente serias e importantes (por ejemplo, un tiro de pistola suena igual que otro tiro de pistola), para hacer después un juicio global sobre aquel conjunto heteróclito. 
Por ejemplo, para mí es preciso establecer que son fenómenos diferentes el disparo de un sicario sobre un dirigente sindical en América Latina y la ráfaga de metralleta de Ernesto Che Guevara contra un cuartel de “casquitos” durante la dictadura de Batista; y mucho más otra cosa es la explosión de unas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y el homicidio a navaja que se produce en un arreglo de cuentas o en un trance pasional. Todos son actos violentos y, por ello, indeseables; pero a partir de esa constancia es preciso ponerse a pensar, y a ver la entidad propia de cada una de esas violencias, ante cada una de las cuales nuestro rechazo tendrá también su propia entidad, o incluso no llegará a ser tal rechazo (defensa propia, tiranicidio, violencia revolucionaria...); por lo que no es indiferente esa genealogía para paralizarse en un rechazo de –como dice un eslogan casi popular entre los intelectuales “buenos”– toda violencia, venga de donde venga, puesto que, siendo todas ellas indeseables, como decimos, merecerán diferentes atenciones, de manera que el juicio moral y político sobre ellas se basará en el conocimiento de su diferente cualidad y etiología, y en el análisis de las motivaciones, desde las psicológicas a las sociales, de cada uno de esos actos violentos; y es de decir que esa metódica distinción en la masa de lo que es heteróclito (aunque una importante nota común sea la violencia) es la vía sine qua non de un pensamiento “en forma” –o sea, fuerte– y de la moral, y de una acción efectiva para que tales actos violentos –cada uno en su índole– lleguen un día a ser definitivamente imposibles. 
En cuanto a mí, por mera decencia intelectual, no puedo poner en el mismo saco a un militante palestino que se hace estallar ante un cuartel israelí ¡o en un autobús con todo el horror que ello comporta!, y los bombardeos desde el interior de grandes formaciones blindadas de enormes carros de combate o el lanzamiento de misiles desde helicópteros sobre casas habitadas palestinas en un campo de refugiados (y he elegido al respecto acciones de carácter análogo –en la misma guerra– para llamar la atención sobre la audacia y la intensidad y el compromiso de este pensamiento mío, capaz de tratar de distinguir entre estas dos violencias tan estrechamente emparentadas). Mi punto de vista, como intelectual “malo” –además, claro está, de mal intelectual, pero esa es otra cuestión (sonrío)–, es que en todos los casos de violencia, incluso en los de mayor similitud, existen diferencias, a veces radicales, y en todo caso dignas de tenerse en cuenta, y no digamos cuando los actos violentos son, por ejemplo, la bomba de un guerrillero de las FARC de Colombia, que combaten por la revolución de su país, en un lado, y la tortura de un policía o un militar británico, al servicio del Reino Unido, a unos detenidos irlandeses sospechosos de pertenecer al IRA, en el otro. ¿Se me puede seguir por ahí, o ese camino es impracticable para un buen intelectual de hoy, para el humanismo de una izquierda bienpensante? ¿Me quedaré yo solo o acompañado de algunos poetas malditos, candidatos a la marginación y al desprecio? ¿En mis últimos días estaré, al fin, más solo que la luna, en mi gabinete de trabajo, sobre un fondo con las imágenes de Ernesto Che Guevara, Ho Chi Minh y Argala, a quien conocí y admiré personalmente, siendo yo mismo incapaz de matar un insecto? ¿Pero es que se puede ser otra cosa –desde el punto de vista ético– que un pacifista a ultranza? ¿Cómo es que resulta que yo mismo no lo soy, y que incluso hace muchos años pensé en lo que llamé “la metamorfosis de una pistola”, imaginando que un arma pasaba de las manos de un agente de una dictadura a las de un guerrillero, lo que hacía que la pistola, sin dejar de ser una pistola, se convirtiese en otra cosa: desde ser un aparato para la opresión a devenir un aparato para la liberación? 
Ahora recuerdo algo que me contó José Bergamín y que nunca he podido olvidar porque expresa un problema que personalmente me afecta. Era en Madrid, 1936, y por fin las organizaciones obreras habían conseguido que el Gobierno Republicano les procurara fusiles para la defensa de Madrid. En no recuerdo qué lugar se estaba procediendo al reparto de aquellas armas, y se había formado una cola para obtenerlas. Bergamín se puso a la cola; y resultó que, cuando estaba a punto de tocarle el turno, los fusiles se acabaron. Entonces Bergamín exclamó para su coleto: ¡Menos mal!, y al poco de hacer esa exclamación se avergonzó de haberla hecho, porque ello implicaba una falta de solidaridad con quienes iban a verse en la necesidad de derramar sangre humana. ¿Que maten ellos? ¿No era una vergüenza comportarse así? También recuerdo a este respecto de la violencia como un horror que en determinadas circunstancias puede parecer necesario el que fue famoso libro de Sören Kierkegaard Temor y temblor. El autor analizó en su libro el episodio de la Biblia en que el patriarca Abraham recibe la orden superior –¡y tan superior; nada menos que de Dios!– de matar a su hijo Isaac, de sacrificarlo como un cordero en el monte, y, desde luego, se dispone a hacerlo, siendo estimado por ello, y no a pesar de ello (dice Kierkegaard), un Caballero de la Fe. ¿Persona admirable o asesino frustrado? Kierkegaard, que vivió esta situación como una tragedia, aporta en su obra la idea de que, en determinadas circunstancias (por ejemplo, un mandato divino, pero también puede ser la liberación de un pueblo que sufre una opresión), se legitima lo que él da en llamar una suspensión teleológica de la moral. Que es como decir, al estilo de los viejos jesuitas, que “el fin justifica los medios”.  
No, yo no suscribiré esta justificación, pero tampoco me pondré en el bando de quienes, bienpensantes, reposan su cabeza sobre el lecho de una condena retórica. Estamos en el corazón de la tragedia y, para mal o para bien, este es mi oficio, que comencé a finales de los años cuarenta con un drama sobre el terrorismo, tema que nunca me ha abandonado desde entonces. En aquel drama, yo me hallaba más cerca de un humanismo navideño que de otro lugar, pues, si bien el precipitado ideológico del drama no era una “condena”, estaba, sin haber reflexionado aún sobre ello, en el oficio de Eurípides, que en lugar de condenar a Medea (¿habrá violencia más atroz y condenable que la de matar a sus propios hijos?) trataba de desentrañar los mecanismos psicológicos de su venganza, evocando una nostalgia cristiana: si los hombres “se amaran los unos a los otros” (Jesucristo) habrían desaparecido las raíces del terrorismo y, con ellas, el fenómeno de las bombas urbanas en las luchas revolucionarias y de las víctimas sangrientas.
Entonces no había leído otra obra sobre “el terrorismo”, que se escribió por aquellos mismos años, Los justos de Albert Camus; pero tampoco un drama que unos años antes había escrito Bertolt Brecht, durante la Guerra Civil Española, sobre una madre (recuerdo de La madre de Máximo Gorki) que, habiendo sufrido en la carne de sus seres amados los horrores de la guerra, y por ello pacifista a ultranza, esconde y oculta unos fusiles hasta que, a la muerte violenta del hijo que le queda, los entrega para que los combatientes los usen en la defensa de la República. Años después, yo mismo tomé este tema y lo trasladé al País Vasco durante la misma guerra –la del ‘36 al ‘39– con el título Las guitarras de la vieja Izaskun (guitarras=metralletas en el argot guerrillero). 
Durante la gran efusión revolucionaria que se produjo al triunfo de la Revolución Cubana, se llegó a los extremos –en el mundo intelectual de la izquierda entonces activa– de proponer que los escritores partidarios de la revolución sustituyeran la máquina de escribir por la metralleta, extrapolando una frase atribuida a Ernesto Che Guevara, que habría respondido a un escritor que le preguntaba qué podía él hacer por la revolución: “Yo era médico”. Por lo que a mí se refiere, recuerdo haber escrito una ponencia para el Congreso Cultural de La Habana en la que me planteaba este tema bajo el título: “¿Pluma o metralleta?”, y apostaba por la pluma desde luego, posición en la que me sentí acompañado por unos diplomáticos vietnamitas a quienes pregunté en Estocolmo qué hacían los artistas y los intelectuales en el Vietnam en lucha, bajo los bombardeos de napalm, y que me respondieron que los escritores... escribían, los pintores... pintaban y los maestros... enseñaban a los niños en las escuelas subterráneas, y que ese era el modo como cumplían con sus deberes revolucionarios en aquella atroz guerra de resistencia y de liberación. Por cierto que una buena parte de los intelectuales reunidos en La Habana, entusiastas de la metralleta, no sólo no la usaron nunca sino que abandonaron pronto sus entusiasmos por la Revolución Cubana. 
Insistiendo en la indeseabilidad radical de la violencia en sus diferentes despliegues y entidades –o sea, de las violencias–, nuestro punto de vista entonces y ahora establece que es preciso distinguir radicalmente dos grandes sectores en las violencias sociales y políticas –las violencias de los oprimidos y las de los opresores, o bien, los actos violentos de los pobres y los de los ricos, o bien, las guerras patrocinadas por el Poder y las guerras sediciosas o subversivas, etcétera–, y que todos los actos violentos no meramente “pasionales” (amor, celos...) –desde los atracos de bancos a las bombas “terroristas”– son síntomas que manifiestan profundos males sociales y que hunden sus raíces en situaciones de radical y lacerante injusticia, plano sobre el que habría que operar en la tarea de acabar con la violencia en el planeta Tierra, y no golpeando con furia ciega policíaca o militar sobre los síntomas, por medio tantas veces de procedimientos como la tortura que se practicaba y se sigue practicando en las siniestras oficinas del “orden público”, en las cloacas de los estados.
Sobre el tema de las condenas al terrorismo por parte no ya de políticos sino de intelectuales y artistas, algo he dicho en el trabajo sobre Los intelectuales y la Utopía, acudiendo a reclamarme como del “oficio de Eurípides”, o de la dramaturgia en general, que no es un oficio de condenas “al malo” sino de análisis y reflexión sobre los orígenes de los sufrimientos humanos. Para nosotros (los que efectivamente practicamos el oficio de Eurípides, y no pertenecemos a la policía ni a la judicatura), en general no hay el malo, aunque algún “malo” pueda haber, sobre todo en las malas películas y en los melodramas (buenos contra malos), e incluso los tiranos tienen en nuestros dramas la libertad de decir y de explicar todas sus razones.
Recuérdese como un buen ejemplo, casi arquetípico, la Antígona de Jean Anouilh, tragedia escrita y estrenada en París durante la ocupación nazi-alemana, y cómo se escuchaban en aquella obra las razones de Creonte, el tirano, contra Antígona, tan bien expresadas por el personaje que personifica el Poder que se podía llegar a pensar que el autor justificaba las razones de Alemania (Creonte) contra Francia (Antígona). Si nos desplazamos a la Revolución Francesa, podríamos echar un vistazo a las grandes obras que de ella se han ocupado (por ejemplo, desde La muerte de Danton, de Georg Büchner, a la obra maestra de Peter Weiss que es el Marat/Sade) y en ellas vemos y confirmamos que nuestro oficio no consiste en una condena a ultranza del Terror, ni siquiera del Terror en el Poder, como es en este caso, en la medida en que se trataba de una actividad pública, instalada en el poder político, y que se pretendía al servicio de una gran revolución justiciera, sino que nuestro propósito –el propio de los socios del “Club Eurípides”– es siempre el de analizar vía imaginante las condiciones que dan lugar, por ejemplo, a los horrores de la guillotina.
La tragedia es, entre otras muchas cosas, una apuesta contra todo maniqueísmo (buenos y malos). Pero también es preciso decir, siguiendo el mismo juego, que hay un momento en el que el oficio de Eurípides ha de ceder su lugar a otro en el que sea no sólo legítima sino deseable la condena de determinadas prácticas. En la siguiente edición de mi opúsculo creo que quedará claro ese momento que hay en nuestro oficio para la práctica de las condenas más severas de hechos sobre los que no es posible aplicar el equilibrio de las grandes tragedias, en las que una mujer puede degollar a sus pequeños hijos y ser sujeto no de una lapidación inmisericorde sino que se le puede ofrecer (así hizo Eurípides y antes otros tragediógrafos) una plataforma reivindicativa de la mujer desolada por la opresión masculina y cultural. ¿Cuáles serían esos hechos ante los que el mismo Eurípides alzaría su mano y condenaría sin dar lugar a la réplica –y mucho menos a la dúplica (que es el diálogo)– del otro? Se trataría de comportamientos determinados, cuya índole los haría rechazables en absoluto, y por tanto objeto de una condena irrenunciable desde un punto de vista ético. Para mí, a pesar de la gran complejidad de esta cuestión, hay ese tipo de hechos condenables preontológicamente, y ellos son los que constituyen la violencia que se ejerce hoy desde los poderes económicos, políticos y militares, en distintas maneras (desde la opresión y la explotación económica a la tortura policíaca; desde los embargos económicos a pequeños países hasta los grandes ataques militares); todo lo cual se está produciendo en el marco de la globalización capitalista, y que yo me atrevo a rechazar de modo incluso maniqueo, desde mi dudosa condición de comunista errático; mientras que la violencia de los oprimidos, incluso en sus expresiones más atroces, como los ataques del 11 de septiembre, me produce un gran temblor que me mueve a preguntarme: ¿Por qué? ¿Por qué?; y a considerar esa violencia como una materia trágica. Evidentemente hay algo que me aleja de la zona en la que se mueven los intelectuales y los artistas “bienpensantes”, y es mi diferenciación radical entre las violencias de Estado y las que ejercen –subversión, sedición, revuelta, revolución armada...– los condenados de la Tierra. ¡Yo no veo bien condenar a los condenados!
Pensándolo bien a pesar de todo, me doy cuenta de que yo no soy un buen oficiante de Eurípides, y que a veces se me cuela el melodrama –los buenos y los malos– en mis tragedias (en las de mi vida y en las que escribo), o en mi percepción de las tragedias ajenas (las que ocurren en la realidad y las que han escrito o escriben mis colegas dramaturgos).
No es así en algunas como la citada Medea de Eurípides, en la que me da casi tanta pena Jasón como Medea, y, desde luego, no condeno a ninguno de los dos, pues Jasón me parece un personaje muy humano a pesar de que se comporte como un cerdo a propósito de Medea, y en cuanto a Creonte, ¿qué podría hacer él sino lo que hace, condenar a Medea al destierro para evitar... lo que, al fin, resulta inevitable, y no porque Medea sea “mala” sino porque sufre más allá de lo posible por el abandono de Jasón?
Como espectador del teatro, entiendo como un test de mi propia condición humana –de lo que yo tengo y de lo que me falta de Eurípides– el hecho de que en Fuenteovejuna de Lope de Vega no me da ninguna pena sino que me alegra ver que los ciudadanos se rebelan, matan al comendador de mala forma y alzan su cabeza en una pica, y, sin embargo, condeno que aquellos ciudadanos sean sometidos a torturas para dilucidar lo que ha pasado. (¿Dónde se me quedó Eurípides?). Como autor, escribí con mucho gusto que Tell mata al Gobernador, y me quedé tan tranquilo, y en ningún momento del drama le dejé –al Gobernador– que expresara sus opiniones y defendiera sus puntos de vista (cosa que hizo y muy bien Eugenio d’Ors en su obra Guillermo Tell).
Este tema me ha puesto siempre en un trance mental muy complejo, en una situación “ardiente”, y así sigue siendo hoy. Pero la cosa para mí empezó cuando descubrí la existencia en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, de aquel movimiento de resistencia contra los nazi-alemanes. ¿Qué pensar de un acto en el que un resistente francés disparaba un tiro en la cabeza de un oficial alemán que pasaba por la calle? Pero aún más: ¿qué pensar de un grupo de la Resistencia que pone un explosivo en la vía del ferrocarril? ¿Condenarlo y renunciar a la lucha contra la ocupación alemana? ¿Aceptarlo y renunciar entonces a nuestro humanismo intelectual? ¿Y qué pensar de los franceses que decidieron practicar aquella lucha? El terrorismo fue el doloroso tema de una de mis primeras obras –Prólogo patético– y de otras posteriores, particularmente de la titulada Análisis de un comando, que parten sin duda alguna de una condena personal a los sistemas a cuya opresión se oponen los “terroristas”. En realidad –y ahora regreso a Eurípides y me reconcilio con él– no hay buenos y malos, y ni siquiera los torturadores policíacos son como los malos de las malas películas o de los buenos melodramas. Lo malo son los sistemas opresores; lo condenable son esos sistemas; y los verdugos son también víctimas de esos sistemas. Lo cual no quiere decir que propongamos enfangarnos en una especie de humanismo navideño. En resumen, creo que también los intelectuales “malos” estamos contra toda violencia, que nos parece siempre indeseable, pero no lo estamos de la misma manera cuando se trata de la violencia de los ricos contra los pobres que cuando se trata de la violencia de los pobres contra los ricos; o dicho de otros modos: la violencia de los estados opresores y la violencia revolucionaria.
Alguna vez dije que la tragedia era, en el teatro, una especie de investigación criminal, que partía de la pregunta: ¿Quién es culpable?, aunque ello me aproximara a una noción cuasi policíaca del drama, noción de la que sin embargo me apartaba un punto de vista filosófico: el rechazo del concepto del delincuente como el malo de la película. Más cerca me hallaba de Concepción Arenal y de su propuesta de odiar el delito y compadecer al delincuente. La indeseabilidad de toda violencia me hace moverme con pavor en el mundo de hoy, en el que veo que la generalización de la injusticia y el cierre de las vías que hicieran posible actuar por medios políticos contra ella hacen presumir la generalización así mismo de los “métodos terroristas” en este mundo. El llamado “nuevo orden”, posterior a la caída de la Unión Soviética y los regímenes del “socialismo real”, se nos presenta como un lúgubre anuncio de la extensión mundial de la violencia como único modo viable de protestar contra el hambre y de luchar por las libertades de los pueblos. Sin embargo, los movimientos que se iniciaron en las manifestaciones de Seattle son portadores de una esperanza nueva que acaso opere contra este vaticinio de una extensión mundial de las guerras de los pobres, que se llaman terrorismo, mientras, como he dicho otras veces (y también en el opúsculo que vengo citando), se llama guerra al terrorismo de los poderosos. Mientras tanto, yo me reservo el derecho de hacer mis distinciones en este tema, aunque ello me sitúe al margen de lo “políticamente correcto”.

"Según piensan los señores,
no tengo donde cogerme:
si a mí me matan es paz,
pero es guerra el defenderme"

(Alfonso Sastre - "Euskadi en guerra")

1 comentario :

  1. La violencia siempre beneficia a los mismos, pero sabedores de esto, organizan el mundo de forma que la no violencia les sea también favorable y nos ponen ante situaciones límite, en las que para cada una de ellas habrá que decidir si es más perjudicial usarla o no, al margen de una moral que deja de pertenecernos.

    Salud!

    ResponderEliminar