30 septiembre, 2016

TURISMO – Agustín García Calvo



He aquí otro de los vocablos ilustres con que el Régimen engaña a la gente y procura que siga rodando el mundo.

Párese el lector un momento a considerar, por un lado, el descaro con que el Capital y el Estado a su servicio lo emplean como un término inocente para designar la ocupación mayoritaria de los súbditos del Bienestar y, por otro lado, la facilidad con que los sujetos o personas consienten que se les aplique y que en aviones, automóviles o trenes se les clasifique como turistas: por encima están los sujetos preferentes y del business que se creen que son los que mueven el Capital, pero que lo que son es más turistas que nadie, y por debajo están los miserables que no tienen siquiera para pagarse una vueltecita por la tierra, que en realidad no cuentan ni hay por qué acordarse de ellos salvo si los Medios de vez en cuando nos presentan en espectáculo su miseria; pero las grandes mayorías se contentan con ser turistas y saber que lo mejor y solo que tienen que hacer en este mundo es eso: hacer turismo.

Vale la pena examinar un poco el término; porque a veces las etimologías de los vocablos de gran éxito entre los cultos y en los Medios descubren algo de la falsía que traen en sus entrañas. Éste viene, tortuosamente, de la raíz de nuestro ‘tornar’ (y las tornas y los turnos), originario del torno del tornero, pero que muy pronto tomó en vulgar el valor general de ‘dar la vuelta’ (de los primeros testimonios de lengua romance que nos han llegado es el de un legionario en campaña que le grita a otro “¡Torna, torna!”), que dio en francés tourner y tour, que de ahí pasa al inglés y del inglés al mundo, esto es, al de la cultura dominante. Con que, ya ves, lector, que por debajo, a pesar de todo, sigue significando ‘dar vueltas’, como el toro en el ruedo cuando ha perdido el ánimo de embestir.

Es, como sabes, empeño o necesidad del Capital moverse costantemente (y cada vez más de prisa) de acá para allá, por aviones, por las ondas, por la Red; y por eso tiene tanto interés en demostrar que la Tierra es redonda y gira sobre sí misma, y quiere que la mayoría colaboremos, haciendo turismo alrededor del Globo, en esa demostración. Yo que tú no me dejaría llamar turista tan resignadamente y contribuir a la labor funesta de “las vueltas que da el mundo/ para estarse quieto”.

Si de verdad no hubiera ya nada que hacer en este mundo y esta vida más que hacer turismo, no tendrían que estar cada día vendiéndotelo y promocionándotelo: temen que, una vez que ya sabes tanto de cómo es el Globo, se te quiten las ganas de ir a comprobar personalmente lo que te cuentan.

29 septiembre, 2016

DESTINO – Agustín García Calvo


El caso es llegar cuanto antes.
Ése es el lema que preside los manejos del Régimen y su propaganda: lo más visible, en el traslado de cosas y personas, autopistas cada vez más lisas para velocidades cada vez más estupendas de automóviles personales, ferrocarriles sumisos al mismo ideal y trenes de Alta Velocidad y Madrid-Valladolid en 2 horas, hora y ½, 1 hora, ½ hora, compitiendo con los aviones supersónicos, etcétera, pero eso de que todo se subordine al ideal supremo de llegar al destino en el menos tiempo posible es algo que se impone y manifiesta igual en las otras faenas, trámites y negocios a que se ha reducido lo que se llamaba vidas de la gente: me basta tocar esta tecla para que a los honestos lectores les surjan de sus penas cotidianas ejemplos a montones.

El destino se come al camino: ésa es la cuestión. Vean cómo, en aviones, trenes o autobuses, dando por supuesto que el tiempo del trayecto está vacío, proceden a llenarlo cerrando las ventanillas y entreteniendo al personal con vídeos de películas que corren en otro tiempo, mientras se pasa sin sentir el de los viajeros y ni se enteran por dónde van pasando; pero véanlo igualmente en la manera en que las vidas se convierten, año por año, hora a hora, en preparaciones para la futura (al fin, lo mismo que la Iglesia mandaba antaño) con oposiciones, exámenes, bodas programadas, proyectos y presupuestos, y cómo a los más jóvenes se les propone como ideal supremo el de que tengan un futuro.

Así el futuro va tragándose las vidas. Cierto que el fin último, la muerte de cada uno, pretenden, al revés, aplazársela más y más, alargar la esperanza de vida, como dicen; pero es una mentira hueca: la vida ya se la han birlado, la muerte ya se la han ido administrando a lo largo de sus años; y, para quedarse muerto como un muerto, no hace falta andarse yendo a morir mañana.

25 septiembre, 2016

La obsolescencia de los justos (1979) – Günter Anders




Según el Herald Tribune, Carter declaró que las instalaciones nucleares pueden caer en “manos equivocadas”, en las de los “criminales”. ¡Qué ingenuidad! ¡Como si hubiera “manos justas”, propietarios no criminales de lo monstruoso! ¿No se convierte en criminal toda mano que “mantiene” esas instalaciones, es decir, que se convierte en “equivocada” justo por mantenerlas? La mano de Truman y su utilización de dos bombas en 1945, ¿era quizás menos “equivocada”, por ser desgraciadamente presidente de los Estados Unidos? Más bien al contrario, ¿su presidencia no era moralmente equivocada porque poseía dos bombas atómicas? Sí, las poseía. Pues eso ya basta. “Tener” era ya “utilizar”. Habere es ya adhiebere. La amoralidad no consistía sólo en su lanzamiento, sino en su posesión, pues si Hiroshima y Nagasaki no hubieran sido devastadas, la bomba iba a acabar siendo automáticamente una amenaza de genocidio.
Lo que vale de las bombas, vale también, mutatis mutandis, de las instalaciones, desde las que hoy es posible no sólo para cualquier wrong hand [mano equivocada], sino para cualquier hojalatero, producir armas atómicas.


La obsolescencia del hombre (Vol.II), Günter Anders, Pág.331

22 septiembre, 2016

El ratón, el gato, la cultura y la economía – Anselm Jappe


Una de las fábulas de los hermanos Grimm se titula «El gato y el ratón hacen vida en común». Un gato convence a un ratón de que siente un gran deseo de intimar con él; comienzan a hacer vida en común y, con vistas al invierno, compran un tarro de manteca, que esconden en una iglesia. El gato, sin embargo y con el pretexto de ir a un bautizo, sale en varias ocasiones y, poco a poco, se come toda la manteca. Cada vez que vuelve al hogar, se divierte dándole respuestas ambiguas al ratón sobre lo que ha estado haciendo. Cuando finalmente van juntos a la iglesia para comerse la manteca, el ratón descubre el engaño y el gato, por toda respuesta, se come al ratón. La última frase de la fábula expresa su moraleja: «Así van las cosas de este mundo».

La relación entre la cultura y la economía corre un serio riesgo de asemejarse a esta fábula, y no es difícil imaginar quién, entre la cultura y la economía, desempeña el papel del gato y quién el del ratón, a fortiori hoy, en la época del capitalismo plenamente desarrollado, globalizado y neoliberal. ¿Cuál es el lugar de la cultura en una sociedad de mercado en la que todo está sometido a la oferta y la demanda, a la competencia y al ansia de comprar? Es una pregunta de carácter general que se vuelve concreta cuando, por ejemplo, se trata de saber quién debe financiar las instituciones culturales y qué expectativas, y a qué público, deben satisfacer éstas. Para tratar de ofrecer algunas respuestas, conviene partir de un poco más atrás, o incluso de mucho más atrás.
Junto a la producción de bienes y servicios a través de la cual trata de satisfacer las necesidades vitales y físicas de sus miembros, toda sociedad crea igualmente un gran número de construcciones simbólicas. Con éstas, la sociedad elabora una representación de sí misma y del mundo en el cual está inserta y propone, o impone, a sus miembros unas identidades y unos modos de comportamiento. Dependiendo de las circunstancias, la producción de sentido puede desempeñar un papel igual o mayor que la satisfacción de las necesidades primarias. La religión y la mitología, los usos y las formas de vida cotidianos –sobre todo, los relativos a la familia y a la reproducción–, y lo que desde el Renacimiento se llama «arte», forman parte de esta categoría de lo simbólico. En muchos aspectos, estos diferentes códigos simbólicos no estaban separados entre sí en las sociedades antiguas; basta pensar en el carácter en gran parte religioso de casi todo el arte a lo largo de la historia. Lo que, en cualquier caso, no existía era la separación entre una esfera económica y una esfera simbólica y cultural. Un objeto podía, al mismo tiempo, satisfacer una necesidad primaria y poseer un aspecto estético.(1)

La sociedad capitalista e industrial ha sido la primera en la historia en separar el «trabajo» de las otras actividades y en hacer del trabajo y sus productos, lo que se conoce como «economía», el centro soberano de la vida social. En paralelo, la faceta cultural y estética que, en las sociedades preindustriales, podía aparecer mezclada con todos los aspectos de la vida, se concentra en una esfera aparte. Esta esfera no está sometida a priori a las leyes que caracterizan a la esfera económica; puede permitirse resultar «inútil» y no contribuir a aumentar el poder y la riqueza de quienes la crean y de quienes la «consumen». Así, en ocasiones pueden aflorar en ella verdades críticas, que normalmente son reprimidas o rechazadas y que conciernen a la vida social y a su sumisión a las condiciones cada vez más restrictivas creadas por la competencia económica. Pero la cultura paga esta libertad a un precio muy alto: con la marginación, con su reducción a un juego que, al no formar parte del ciclo de trabajo y de acumulación del capital, permanece siempre en una posición subordinada a la esfera económica y a quienes la gobiernan. Esta «autonomía del arte» conoció su apogeo en el siglo XIX. Pero hay que decir que incluso entonces el arte no era otra cosa que un jardín privado o un Hyde Park Speaker's Corner en el que uno podía expresarse libremente a condición de que no tuviera consecuencias; en otras palabras, un simple desahogo. Era la aparición de la idea de algo diferente, pero nunca su realización.
Pero ni siquiera esta autonomía limitada ha podido resistirse a la dinámica del capitalismo, dedicada a absorberlo todo y a no dejar nada fuera de su lógica de valorización. Primero, las obras de arte autónomo –por ejemplo los cuadros de las vanguardias históricas– entraron en el mercado para convertirse en mercancías como las demás. Después, la producción misma de «bienes culturales» se mercantilizó; es decir que aquí se aspiraba desde el principio más a la ganancia que a la calidad artística intrínseca. Éste es el estadio de la «industria cultural», descrito inicialmente por los filósofos alemanes Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y Günther Anders en torno a 1940, cuando vivían en los Estados Unidos.(2)
A continuación, en una etapa ulterior del mismo desarrollo, se produjo una especie de perversa reintegración de la cultura en la vida, pero solo a modo de ornamento de la producción de mercancías, es decir, en forma de diseño, de publicidad y de moda. Ahora los artistas rara vez son otra cosa que los nuevos bufones y juglares de la corte, que deben disputarse las migajas que los nuevos patrones, bajo el nombre de patrocinadores, les arrojan. Por supuesto, muchos experimentan cierto malestar frente a esta «mercantilización de la cultura» y preferirían que la cultura «de calidad» –según los gustos, puede tratarse del «cine de autor», de la ópera o de la artesanía indígena– no fuese tratada exactamente igual que la producción de calzado, de videojuegos o de viajes turísticos; es decir, conforme únicamente a la lógica de la inversión y la ganancia. Se invoca entonces lo que en Francia se llama «la excepción cultural»: un discurso que viene a significar que la lógica capitalista –la competencia y el mercado– funciona muy bien en casi todos los ámbitos (y sobre todo allí donde «nosotros» somos los ganadores; por ejemplo, en las exportaciones industriales), pero que sea, por favor, tan amable de dejar a la cultura fuera del alcance de sus garras.
Es una esperanza de lo más ingenua, pues, en efecto, quien acepta el principio de la competencia capitalista se ve, acto seguido, forzado a aceptar igualmente todas sus consecuencias. Si se admite que es justo que un zapato o un viaje sean considerados exclusivamente en función de la cantidad de trabajo que representan y bajo la forma de dinero, resulta bastante incoherente asombrarse después de que esta misma lógica sea aplicada a los «productos» culturales. Aquí vale el mismo principio que en otras partes: no nos podemos oponer a los llamados «excesos ultraliberales» de la mercantilización –lo que actualmente hacen muchos– sin poner en entredicho sus fundamentos –lo que no hace casi nadie–. Como sabe cualquier telespectador, la dinámica global de la mercancía no renuncia a despedazar cuerpos de niños si puede obtener una pequeña ganancia con las minas antipersonas; y seguramente tampoco se dejará intimidar por las respetuosas protestas de los cineastas franceses o de los directores de museo exasperados por tener que lamer las botas de los ejecutivos de Coca–Cola o de la industria petroquímica para que les financien una exposición.

La capitulación incondicional de la cultura ante los imperativos económicos no es más que una parte de la mercantilización, cada vez más generalizada, de todos los aspectos de la vida, y no puede ser puesta en discusión solo para la cultura sin afrontar la ruptura con la dictadura de la economía en todos los niveles. No existe razón alguna por la cual la cultura, y nada más que ella, haya de ser capaz de salvaguardar su autonomía frente a la pura lógica del beneficio, si ninguna otra esfera lo consigue.
En consecuencia, la cultura no se salva, «por sus ojos bonitos», de la necesidad que tiene el capital de encontrar siempre nuevas esferas de valorización –dicho banalmente, nuevas oportunidades de ganancia–. Incluso es algo evidente que en el interior de la cultura, en sentido amplio, la «industria del entretenimiento» constituye el objeto principal de inversión. Ya en los años setenta, el grupo de pop sueco Abba era el primer exportador del país, por delante de la empresa militar Saab; los Beatles fueron nombrados caballeros por la reina en 1965, debido a su enorme contribución a la economía inglesa. Además, la industria del entretenimiento –de la televisión a la música rock del turismo a la prensa del corazón– desempeña un papel importante de pacificación social y de creación de consenso; un hecho que sintetiza muy bien el concepto de «tittytainment». ¿De qué se trata? En 1995 se celebró en San Francisco el primer State of the World Forum, en el cual participaron alrededor de 500 de las personalidades más poderosas del mundo {entre otros Gorbachov, Bush júnior, Thatcher, Bill Gates...) para discutir la siguiente cuestión: ¿qué hacer en el futuro con ese ochenta por ciento de la población mundial que ya no será necesaria para la producción? Zbigniew Brzezinski, ex–consejero del presidente Jimmy Carter, habría propuesto entonces como solución lo que él mismo llamó «tittytainment»: a las poblaciones «superfluas» y potencialmente peligrosas a causa de su frustración se les destinará una mezcla de sustento suficiente y de entretenimiento, de entertaínment embrutecedor, para obtener un estado de feliz letargo similar a aquel del neonato que mama del pecho (tits, en la jerga americana) de la madre.(3) 

En otros términos, el papel central tradicionalmente asignado a la represión a fin de evitar disturbios sociales viene ahora acompañado en gran medida de la infantilización(4) (sin llegar a reemplazarla por completo, contra lo que algunos parecen creer). La relación entre la economía y la cultura no se limita, por tanto, a la instrumentalización de la cultura por la economía. Va bastante más allá de la irritación de ver, sobre toda manifestación artística, el logo de los patrocinadores; los cuales, dicho sea de paso, también financiaban la cultura hace cuarenta años, solo que entonces lo hacían a través de los impuestos que pagaban y, en consecuencia, sin poder jactarse de ello y, sobre todo, sin poder influir sobre las elecciones artísticas. Sin embargo, la relación entre la fase actual del capitalismo y la fase actual de la «producción cultural» es aún más directa. Existe un profundo isomorfismo entre la industria del entretenimiento y la deriva del capitalismo hacia la infantilización y el narcisismo. La economía material mantiene vínculos estrechos con las nuevas formas de la «economía psíquica y libidinal».
En una sociedad que no solamente se basa en la producción de mercancías, sino que además tiene como vínculo social principal el trabajo que las produce, era inevitable, a la larga, que el narcisismo se convirtiese en la forma psíquica más típica.(5) El enorme desarrollo de la industria del entretenimiento es al mismo tiempo causa y consecuencia de la proliferación del narcisismo. Así, dicha industria es una de las principales responsables de la verdadera «regresión antropológica» a la cual nos arrastra ya el capitalismo.

El narcisismo constituye, en efecto, tal regresión tanto a nivel colectivo como a nivel individual. El niño, en su primera evolución psíquica, debe superar el estadio de la tranquilizadora fusión con la madre que caracteriza el primer año de vida (se trata de lo que Freud llama el «narcisismo primario», y que constituye una etapa necesaria). El niño tiene que atravesar los dolores del conflicto edípico para llegar a una valoración realista de sus fuerzas y de sus límites, y para renunciar a los sueños infantiles de omnipotencia. Solo así puede nacer una persona psicológicamente equilibrada. La educación tradicional aspiraba, mejor o peor, a sustituir el principio de placer por el principio de realidad, pero sin aniquilarlo por completo. Las etapas del desarrollo psicológico del individuo que no se resuelven de manera satisfactoria dan lugar a neurosis e incluso a psicosis. El niño no posee, pues, una perfección originaria, ni abandona espontáneamente su narcisismo inicial. Necesita que se le guíe para poder acceder a la plena realización de su humanidad. Las construcciones simbólicas elaboradas por las diferentes culturas desempeñan evidentemente un papel esencial en este proceso (incluso si no todas las construcciones simbólicas tradicionales parecen igualmente aptas para promover una vida humana plena, pero éste es otro asunto).
En el polo opuesto encontramos el capitalismo en su fase más reciente, que comenzó esencialmente en los años 70, en la cual se diría que el consumo y la seducción parecen haber reemplazado a la producción y la represión como motor y como principal modalidad de desarrollo. Este capitalismo posmoderno representa la única sociedad en la historia que haya promovido una infantilización masiva de sus miembros y una desimbolización a gran escala. Ahora todo contribuye a mantener al ser humano en una condición infantil: de los tebeos a la televisión, de las técnicas de restauración de obras de arte antiguas a la publicidad, de los videojuegos a las programaciones escolares, del deporte de masas a los psicotrópicos, de Second Life a las exposiciones en los museos, todo concurre a la creación de un consumidor dócil y narcisista que ve en el mundo entero una extensión de sí mismo, gobernable con un clic de ratón. 

La presión continua de los medios de masas y la eliminación contemporánea tanto de la realidad como de la imaginación en beneficio de una chata reproducción de lo existente, la «flexibilidad» permanentemente impuesta a los individuos y la desaparición de las perspectivas tradicionales de sentido, la desvalorización simultánea de lo que antaño constituía la madurez de las personas y de lo que daba su encanto a la infancia, sustituidas por una eterna adolescencia degradada han producido una auténtica regresión humana a gran escala, algo que bien podríamos llamar barbarie cotidiana. Algunos expresan críticas –fuertes, incluso– contra tales fenómenos; pero los remedios que proponen resultan impotentes, o banalmente reaccionarios (cuando se propone una simple restauración de las autoridades tradicionales). Sólo a partir de un cuestionamiento radical de la lógica de la mercancía se pueden comprender las raíces profundas de estas tendencias a la deshumanización.

Podemos preguntarnos por qué semejante refuerzo de las tendencias regresivas en la sociedad ha suscitado tan poca oposición. Incluso al contrario: todos han contribuido a esta situación. La derecha, porque siempre cree en el mercado, al menos desde que se convirtió enteramente al liberalismo; la izquierda, porque cree en la igualdad de los ciudadanos. Lo más curioso es justamente el papel que ha desempeñado la izquierda en esta adaptación de la cultura a las exigencias del neocapitalismo. A menudo se ha situado a la vanguardia de la transformación de la cultura en mercancía, sin quitarse de la boca las palabras mágicas de «democratización» y de «igualdad». ¡La cultura debe estar al alcance de todos! ¿Quién puede negar que se trate de una muy noble aspiración? Mucho más rápidamente que la derecha, la izquierda –por «moderada» o «radical» que sea– ha abandonado, sobre todo después de 1968, la idea misma de que pueda existir una diferencia cualitativa entre diferentes expresiones culturales. Explíquenle a cualquier representante de la izquierda cultural que Beethoven vale más que un rap o que estaría mejor que los niños aprendieran de memoria poesías en lugar de jugar a la PlayStation, y él les tildará automáticamente de «reaccionario» y «elitista». La izquierda ha hecho las paces casi en todas partes con las jerarquías de la riqueza y del poder, y las tiene por inevitables o incluso agradables, aunque el daño que hacen sea evidente a los ojos de todo el mundo. Ha querido, en cambio, abolir las jerarquías ahí donde pueden tener algún sentido, a condición de que no sean establecidas de una vez por todas, de que sean modificables: las de la inteligencia, del gusto, de la sensibilidad, del talento. Es justamente la existencia de una jerarquía de valores la que puede negar y poner en tela de juicio la jerarquía del poder y del dinero, la cual domina sin resquicios en la época en la que se niega toda jerarquía cultural.

Pero incluso quienes admiten el declive de la cultura general –en la escuela, por ejemplo– añaden inevitablemente a esta constatación la afirmación de que, antaño, la cultura tal vez tuviese un nivel más elevado, pero constituía el privilegio de una minoría ínfima, en tanto la gran mayoría estaba condenada a la ignorancia, cuando no al analfabetismo. Hoy en día, por el contrario, todo el mundo puede acceder a los conocimientos –afirman. ¿Es esto cierto? Se diría, sin embargo, que los niños que crecen hoy con Homero, Shakespeare o Rousseau representan una minoría aún más ínfima que en otros tiempos. La industria del entretenimiento no ha hecho más que sustituir una forma de ignorancia por otra, del mismo modo que el notable aumento del número de personas que poseen un diploma de educación superior o que frecuentan la universidad –eterno motivo de orgullo de todas las políticas educativas– no parece haber incrementado mucho el número de personas dotadas de cultura, o que simplemente saben algo. Actualmente, en las universidades francesas, se pueden cursar másteres sobre materias y con unos conocimientos que, hace treinta años, habrían sido insuficientes para obtener un título en un centro de formación profesional. Así, «no es cosa de magia» que cada año más o menos la mitad de los jóvenes obtenga su título de bachillerato: ¡menuda victoria para la democratización de la cultura! No se puede llamar a los productos de la industria del entretenimiento «cultura de masas» ni «cultura popular», como sugiere, por ejemplo, el término «música pop», o como afirman los que acusan de «elitismo» a toda crítica de lo que en realidad no es más que el «formateo» de las masas, por utilizar una palabra contemporánea muy elocuente. El relativismo generalizado y el rechazo de toda jerarquía cultural frecuentemente se han hecho pasar, sobre todo en la época «posmoderna», por formas de emancipación y de crítica social, por ejemplo, en nombre de las culturas «subalternas». Si se observa mejor, diríamos más bien que son reflejos culturales del dominio de la mercancía. Ante la mercancía, incapaz de hacer distinciones cualitativas, todo es igual. Todo es material para el proceso –siempre idéntico– de valorización del valor. Esta indiferencia de la mercancía hacia todo contenido se manifiesta en una producción cultural que rechaza cualquier juicio cualitativo y para la cual todo equivale a todo. «La industria cultural lo iguala todo», declaraba Adorno ya en 1944.
Seguramente, no faltará quien acuse a esta argumentación de «autoritarismo» y afirme que es «la gente» misma la que espontáneamente quiere, pide, desea los productos de la industria cultural, incluso si se encuentran en presencia de otras expresiones culturales alternativas; así como millones de personas comen encantadas en los fastfood, aunque tengan la posibilidad de comer en cualquier otro lugar por el mismo precio. Para responder a esta objeción, evidentemente se puede recordar el hecho elemental de que, en medio de un bombardeo mediático masivo y continuo a favor de ciertos estilos de vida, la «libre elección» está bastante condicionada. Pero no se trata solamente de «manipulación». Como hemos visto, el acceso a la plenitud del ser humano requiere la ayuda de quien ya la posee, al menos parcialmente. Dejar libre curso al desarrollo «espontáneo» no implica crear las condiciones para la libertad. La «mano invisible» del mercado termina en el monopolio absoluto o en la guerra de todos contra todos, no en la armonía. Así, no ayudar a alguien a desarrollar su capacidad de diferenciación significa condenarlo a un infantilismo perpetuo.
Se puede explicar lo anterior mediante un hecho particularmente interesante y que, por cierto, no está sacado del psicoanálisis, sino de la cocina. Existen cuatro sabores fundamentales en el sentido del gusto: dulce, salado, ácido y amargo. Ahora bien, el paladar humano es capaz de percibir la diezmilésima parte de una gota amarga disuelta en un vaso de agua, mientras que para los otros sabores se necesita una gota entera.(6) En consecuencia, ningún otro sabor es tan susceptible de diferenciación ni posee una multiplicidad casi infinita de sensaciones gustativas como lo amargo. Las culturas del vino, del té y del queso, esas grandes fuentes de placer en la existencia humana, se basan en estos innumerables tipos y grados de amargura.
Sin embargo, los niños pequeños rechazan espontáneamente lo amargo y no aceptan más que lo dulce y, después, lo salado. Tienen que ser educados para apreciar lo amargo, venciendo esa resistencia inicial. Como recompensa, desarrollarán una capacidad para gozar de esta dimensión del sabor que, de otro modo, se hubiera mantenido inaccesible para ellos. Pero si nadie se lo sugiere, los niños no pedirán nunca otra cosa que lo dulce y lo salado, que presentan muy pocos matices y pueden solamente ser más o menos fuertes.
Es así como nace el consumidor de fastfood –que se basa, como es sabido, únicamente en lo dulce y lo salado–, incapaz de disfrutar de sabores diferentes. Y todo lo que no se haya aprendido de pequeños ya no se aprenderá de mayores: si un niño que ha crecido a base de hamburguesas y Coca-Cola se convierte en un nuevo rico y quiere ostentar cultura y refinamiento, por mucho que consuma vinos caros y quesos de calidad, jamás será capaz de apreciarlos verdaderamente.(7)

Se puede aplicar este razonamiento sobre el «gusto» gastronómico al «gusto» estético. Se necesita una educación para apreciar la música de Bach o la música árabe tradicional, mientras que la simple posesión de un cuerpo basta para «apreciar» los estímulos somáticos de la música rock. Resulta innegable que una buena parte de la población mundial ahora parece pedir «espontáneamente» Coca–Cola y música rock, tebeos y pornografía en red. Sin embargo, esto no demuestra que el capitalismo, que ofrece todas estas maravillas con gran prodigalidad, esté en sintonía con la «naturaleza humana», sino más bien que ha logrado mantener dicha «naturaleza» en su estadio inicial. En efecto, tampoco comer con tenedor y cuchillo es algo que se dé en principio en el desarrollo de un individuo...
Por lo tanto, el éxito de las industrias del entretenimiento y de la cultura de lo «fácil» –un éxito increíblemente mundial que sobrepasa todas las barreras culturales– no se debe solo a la propaganda y a la manipulación, sino también al hecho de que tales industrias alientan el deseo «natural» del niño de no abandonar su posición narcisista. 

La alianza entre las nuevas formas de dominación, las exigencias de la valorización del capital y las técnicas de marketing es tan eficaz porque se apoya en una tendencia regresiva ya presente en el hombre. La virtualización del mundo, de la que tanto se habla, es también una estimulación de los deseos infantiles de omnipotencia. «Derribar todos los límites» es la principal incitación que recibimos hoy en día, ya se trate de la carrera profesional o de la vida eterna prometida por la medicina, ya de las infinitas existencias que uno puede vivir en los videojuegos o de la idea de un «crecimiento económico» ilimitado como solución de todos los problemas. El capitalismo es la primera sociedad en la historia que se basa en la ausencia de todo límite, y que lo dice todo el tiempo. Hoy comenzamos a calibrar lo que esto significa.
Pero si la industria cultural está en total sintonía con la sociedad de la mercancía, ¿acaso le podemos oponer el «verdadero» arte en cuanto reino de lo humano? La complicidad abierta o camuflada con los poderes establecidos y las formas de vida dominantes siempre ha caracterizado a una gran parte de las obras culturales, incluso a las más elevadas. Lo importante es, con todo, que antes existía la posibilidad de distanciarse. La capacidad característica de las mejores obras de arte del pasado de provocar choques existenciales, de poner en crisis al individuo en lugar de consolarlo y confirmarlo en su forma de existencia habitual,(8) está claramente ausente en los productos de la industria del entretenimiento. Estos tienen como objetivo la «experiencia» y el «acontecimiento». Quien se propone vender se adelanta a los deseos de los compradores y a su búsqueda de una satisfacción instantánea; aspira a confirmar la alta opinión que estos tienen de sí mismos, en vez de frustrarlos con obras que no son inmediatamente «legibles». Hasta una época reciente, se juzgaba –en el campo estético– a una persona a partir de las obras que sabía apreciar, y no las obras a partir de la cantidad de personas a las que atraían, a partir del número de visitantes que acudían a una exposición o a partir del número de descargas producidas. Quien estaba en condiciones de captar la complejidad y la riqueza de una obra particularmente lograda era considerado, en consecuencia, como alguien que había avanzado bastante en la ruta de la realización humana. ¡Qué contraste con la visión posmoderna, según la cual cada espectador es democráticamente libre de ver en una obra lo que quiera y, por tanto, todo lo que él mismo proyecte sobre ella! Ciertamente, de este modo el espectador no se confrontará jamás con nada verdaderamente nuevo y tendrá la tranquilizadora certeza de poder seguir siendo siempre lo que ya es. Exactamente en esto consiste el rechazo narcisista de entrar en una verdadera relación objetual con un mundo distinto del Yo.

Desde este punto de vista, hoy apenas existe diferencia alguna entre el «gran arte» y el arte «de masas». Demasiado a menudo el arte contemporáneo parece tan poco capaz de sacudir al espectador como los productos de la industria del entretenimiento, y participa de la misma desrealización general. Cuando se convierte en una subespecie del diseño y de la publicidad, se hace merecedor de su comercialización. Una buena parte del arte contemporáneo se ha arrojado a los brazos de la industria cultural y pide humildemente ser admitida a su mesa. Es el resultado, tardío e imprevisto, de la ampliación de la esfera del «arte» y de la estetización de la vida emprendidas hace un siglo por los propios artistas.
Además, las obras del pasado se encuentran incorporadas a la máquina cultural a través de las exposiciones espectaculares, o de las restauraciones que tienen por fin hacer que las obras sean consumibles por todo tipo de espectadores (por ejemplo, reavivando excesivamente los colores, como es el caso de los frescos de la Capilla Sixtina en Roma); o también de las versiones que arrasan clásicos literarios o musicales y que pretenden «acercarlos» al público. O bien mezclándolas con expresiones del presente que les privan de toda especificidad histórica, como en el caso de la pirámide del patio del Louvre en París. El aguijón que podrían poseer todavía las obras del pasado, aunque no fuese más que por su distancia temporal, se ve así neutralizado a causa de su espectacularización y de su comercialización.
Nada hay más fastidioso que los museos que se vuelven «pedagógicos» y buscan «acercar» a la «gente común» a la «cultura» con una plétora de explicaciones en las paredes y a través de los auriculares que prescriben a cada uno exactamente qué es lo que debe sentir frente a las obras, con sus proyecciones de vídeo, sus juegos interactivos, sus museum shops y sus camisetas. Se pretende así poner la cultura y la historia al alcance de los estratos no burgueses (¡como si los burgueses de hoy fuesen todavía personas cultivadas!) En realidad, este enfoque user friendly constituye el colmo de la suficiencia paternalista con respecto a los estratos populares (si es que aún existen): supone, en efecto, que la «gente del pueblo» es, por definición, insensible a la cultura y que solo la aprecia cuando esta se presenta de la manera más frívola e infantil posible.
Desaparece así también la acogedora atmósfera de los museos un poco polvorientos de antaño, agradables justamente porque uno creía penetrar en un mundo aparte, donde se podía descansar del torbellino que siempre nos rodea, pero igualmente porque estaban poco frecuentados. Ahora, cuanto «mejor gestionado» esté un museo y cuanto más atraiga al público, más se asemeja a un cruce entre una estación del metro en hora punta y un aula de informática. ¿De qué sirve entonces seguir visitándolos? Vale más contemplar las mismas obras en un CD porque, de todas maneras, en tales museos nada queda del «aura» de la obra original. Ha sido otro modo perverso de unir el arte a la vida, de anular su diferencia y de eliminar toda idea de que pueda existir algo que difiera de la banal realidad que nos rodea. El viejo museo, con todos sus defectos, podía constituir el espacio apropiado para la aparición de algo verdaderamente inaudito para el espectador, justamente porque era tan diferente de todo lo que vivimos de forma habitual. Hoy, los grupos escolares que son arrastrados a través de las salas de exposiciones reciben sobre todo una eficaz vacuna preventiva contra todo riesgo de experimentar un mensaje existencial procedente del arte o de la historia, o al menos contra las ganas de ir a descubrirlos por cuenta propia...
Si se quiere evitar que la cultura sea completamente absorbida por la economía –y el deseo de evitar este fin sigue siendo, a pesar de todo, algo bastante extendido–, habría que comenzar por admitir la existencia de una diferencia cualitativa entre los productos de la industria del entretenimiento y una posible «cultura auténtica» y, por tanto, admitir la posibilidad de un juicio cualitativo, y no puramente relativo y subjetivo. Hay una gran diferencia entre, por un lado, la voluntad de establecer parámetros de juicio, sabiendo que estos no bajan del cielo, sino que deben estar sujetos a la discusión y al cambio, y, por otro, la negación a priori de la posibilidad de establecer tales parámetros, para afirmar, en su lugar, que todo vale. Pero es que si todo vale, ya nada vale la pena. Esta igualdad y la indiferencia que resulta de ella se extienden como un sudario sobre la vida dominada por el mercado y la mercancía, el trabajo y el dinero. Socavan desde su base la capacidad de los seres humanos para hacer frente a las omnipresentes amenazas de barbarización. Los desafíos que nos aguardan en los tiempos venideros deberían ser afrontados por personas en plena posesión de sus facultades humanas, y no por adultos que siguen siendo niños en el peor sentido del término. Resultará curioso ver cuál será el lugar del arte y de la cultura en este cambio de época.

Notas:
(1) En Bali, isla conocida por la profusión de objetos de madera de todo tipo, sus habitantes se vieron en serias dificultades para comprender a un etnólogo de principios del siglo XX que se interesaba por su «arte». Al final le respondieron: «Nosotros no tenemos arte. Tratamos de hacer todo de la mejor manera posible».
(2) Para estos autores, se trataba de una expresión peyorativa, incluso de un oxímoron, pues «industria» y «cultura» se concebían como dos términos violentamente enfrentados. Hoy, sin embargo, ya no tiene nada de chocante: en Francia, existen universidades que ofertan másteres en «industria cultural»...
(3) Por cierto que Brzekinski negó ser el autor de este feliz hallazgo. Poco importa: es el concepto en cuanto tal el que resume muy bien lo que pasa realmente. Hay que subrayar que la denuncia del tittytainment no pretende afirmar que un complot de malvados haya impuesto una estrategia diabólica al mundo entero, sino que esta palabra resume una tendencia objetiva en la gestión de las sociedades contemporáneas.
(4) Cf., por ejemplo, B. Barber, Comment le capitalisme nous infantilise (2006), tr. fr., París, Fayard, 2007.
(5) Ver, «¿Existe un arte después del fin del arte? », pág. 249.
(6) C. Bouda, Géopolitique du goût, París, PUF, 2004, pág. 35. (Capítulo 1, 7 «Le paradoxe de l'amer»). [Traducción española: Christian Boudan, Geopolítica del gusto. La guerra culinaria, Gijón, Editorial Trea, 2008].
(7) Quienes piensan que Francia aún está a salvo de estas tendencias podrían meditar sobre los recientes esfuerzos de algunos viticultores franceses para adaptar su vino –violando al tiempo la legislación francesa– a las exigencias de los consumidores estadounidenses, que demandan en particular un sabor dulce y con toques de vainilla, y que termina asimismo por convertirse en el gusto de multitud de consumidores franceses. (Cf. la película Mondovino de Jonathan Nossiter, 2003). En Italia, el famoso Barolo es motivo de una «guerra» entre los productores que quieren defender el sabor tánico tradicional y quienes desean adaptarlo a los estándares «internacionales» haciéndolo más ligero y afrutado.
(8) Ciertas obras, mientras las observamos, parecen observarnos a su vez y esperar una respuesta por nuestra parte.

Capítulo extraído del libro Crédito a muerte (2011) (pág. 223)

17 septiembre, 2016

"Esta es la forma más pura de servidumbre: existir como instrumento, como cosa"


El pensamiento político en la modernidad.  
Bryan González Hernández

“El Estado no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal carnicero, el hombre, y hacer de suerte que tenga el aspecto de un herbívoro”. Arthur Schopenhauer

“Ruge ese monstruo: No hay nada en la tierra que esté por encima de mí; yo soy el dedo imperativo de dios”. Friedrich Nietzsche

Contra la teocracia. El viejo paradigma político

El viejo paradigma que imperó en el ámbito de la política hasta, prácticamente la paz de Westfalia en 1648, fue el de un modelo medieval, en el cual la Iglesia Romana representaba el “reino de dios” en la tierra, su poder emanaba de la idea agustiniana, fuertemente influenciada por el platonismo, de que lo espiritual era superior a lo material, y por ello la Iglesia debía dominar el “reino de este mundo”. Con ello el sistema político que imperó fue una especie de teocracia.

Se caracterizó por un orden jerárquico en el cual el poder soberano emanaba de dios, por lo que el papado adquiere mayor poder. Sin embargo, el modelo medieval presentaba serios problemas en prácticamente todos los ámbitos que suscitaron una ruptura epistemológica y con ello un cambio de paradigma. En lo económico, lo que iba a imperar era, prácticamente, el mercantilismo.

Durante la vigencia de este paradigma, surgieron enormes dificultades para que resurgieran núcleos unitarios de poder organizado. “Los señores feudales, los caballeros, los eclesiásticos, el papado e inclusive las ciudades cuando se fueron organizando y se constituyeron municipios con gran autoridad local, se oponían a todo intento unificador de la autoridad” (Pacheco, 1998:113)

Se presenta un derrumbe de la hegemonía del papado, y con ello el derrumbamiento de todo el orden jerárquico del periodo feudal. Cambios producidos por el dinamismo de grandes fuerzas sociales emergentes,  como es el caso de la burguesía que en el sector financiero obtendrá una importante cuota de poder y con ello derrumbará el “régimen césaropapista”, produciendo grandes transformaciones económicas, científico-técnicas, culturales y políticas.

En el derrumbamiento del poder papal, fue de gran relevancia el papel jugado por Nicolás Maquiavelo, quien se considerará como el padre del nuevo paradigma político que imperará en la modernidad. Maquiavelo consideraba que “el papado era la causa principal de la división de Italia, pues representaba  un poder anquilosado, de corte feudal y sujeto a los vaivenes de la influencia  de potencias extranjeras que los usaban para mantener a Italia sojuzgada. Se debía, por ende, recurrir a una estructura política más moderna, basada no en el poder de la nobleza feudal, sino en el poder del capital financiero” (Mora, 2004: 99)

Ante la crisis del paradigma político se buscará en el concepto de soberanía, que marca todo el pensamiento político moderno, los fundamentos “laicos” para la autoridad de los emergentes Estados-Nación. En relación con la cuestión de soberanía en Maquiavelo “el gobierno se funda en realidad en la debilidad e insuficiencia del individuo, que es incapaz de protegerse contra la agresión de otros individuos a menos que tenga el apoyo del poder del estado” (Sabine, 1965:257).

Se debe recordar que para Maquiavelo “los hombres (sic) se encuentran siempre en situación de lucha y competencia que amenaza con degenerar en anarquía abierta a menos que les limite la fuerza que hay tras el derecho, en tanto que el poder del gobernante se basa en la misma inminencia de la anarquía y en el hecho de que la seguridad sólo es posible cuando el gobierno es fuerte” (Ibid). En última instancia y de acuerdo con George Sabine, para Maquiavelo “un gobernante que quisiera triunfar tenía que crear, por puro genio político, un poder militar suficientemente fuerte para superar a las desordenadas ciudades y pequeños principados y producir finalmente un nuevo espíritu público y una nueva lealtad cívica” (en teoría política a esto se llamaría la economía de la violencia, sugerida por Maquiavelo, BGH. 1965:259).

Es importante recalcar para comprender las nociones de soberanía y Estado, principalmente, que se encontrarán en el contractualismo, sobre todo en Hobbes, la cuestión del estado natural del ser humano y su relación con el Estado, planteados –en realidad sugeridos y casi de forma vaga– por Maquiavelo, quien concibe la naturaleza humana como radicalmente egoísta y por ello “el Estado y la fuerza que hay tras el derecho tienen que ser el único poder que mantenga unida a la sociedad; las obligaciones morales tienen que derivar en último término de la ley y del gobierno”. En el nuevo paradigma, el sistema político del medioevo, caracterizado por el feudalismo, será substituido por el Estado-Nación. Con ello, el sistema poliárquico fue substituido por la monarquía, en un intento de conformar un poder general en un territorio determinado, poder que se encontraba disgregado en diversos depositarios producto del feudalismo. En lo económico, el mercantilismo será reemplazado por el “libre comercio”. Además toda la concepción de la descendencia divina acabará con la idea del estado natural y con ello la idea del contrato social.

El contrato social. La esencia del pensamiento político moderno

El nuevo paradigma será conocido como la modernidad. La paz de Westfalia inaugurará la modernidad en el pensamiento político, donde el “contrato social será el meta-relato sobre el que se asienta la obligación política moderna” (Santos, 2005: 1). Los contractualistas suplantan la idea del poder derivado de los dioses por la idea de la sucesión del poder a un soberano por medio de un contrato social entre humanos racionales –buenos, malos o libres, depende del autor– que han decidido abandonar su estado natural y unirse en sociedad.

En Rousseau, una vez que se ha formado la comunidad por un contrato entre la sociedad misma, puede gobernarse sin distinción entre gobernantes y gobernados. Para Hobbes una vez formada la comunidad deposita su confianza, derechos y poder en un soberano sin los límites que impondría un contrato de gobierno. Y en Locke, cuando se ha organizado la comunidad, decide el pueblo confiar su libertad y sus derechos a un gobierno para que los proteja y defienda, pero al que puede rechazar cuando le convenga (Rodríguez Aranda, 1954).

Se caracterizará, el nuevo paradigma, por dos pilares: el de la regulación y el de la emancipación, cada uno de ellos formado por tres principios diferentes. En el marco del pilar de la regulación, en el que nos enfocaremos para los efectos de este ensayo, se encuentran: el principio del Estado, formulado por Hobbes. Que consiste en la verticalidad de la obligación política entre ciudadanos y Estado; el principio del Mercado, desarrollado por Locke y Adam Smith, centrado en la obligación política horizontal individualista y antagónica entre los que participan en él; y por el principio de la comunidad, planteado por Rousseau. Que consiste en la obligación política horizontal solidaria entre los miembros de la comunidad y entre las asociaciones (Santos, 2003:52).

En el paradigma político de la modernidad  resultaron  tres grandes constelaciones institucionales, todas ellas que gestaron en el espacio-tiempo nacional y estatal: la socialización de la economía, que a través del reconocimiento de la lucha de clases como instrumento de transformación del capitalismo, demostró que la “economía capitalista no sólo estada constituida por el capital, el mercado y los factores de producción sino que también participan de ella los trabajadores, personas y clases con unas necesidades básicas, unos intereses legítimos y, en definitiva, con unos derechos ciudadanos” (Santos, 2005:13)

Esta transformación del capitalismo, genera una materialidad normativa e institucional que verá en el Estado “el encargado de regular la economía, mediar en los conflictos y reprimir a los trabajadores, anulando consensos represivos” (Ibíd.). Con ello el Estado adquiere un mayor protagonismo que influirá en la segunda constelación institucional de la modernidad: la politización del Estado. Marcado por el desarrollo de su capacidad de regulador.

En la tercera constelación, la nacionalización de la identidad cultural, se gesta un proceso en “el cual las, cambiantes y parciales, identidades de los distintos grupos sociales quedan territorializadas y temporalizadas dentro del espacio-tiempo nacional” (Ibíd.), el Estado. Con ello la nacionalización de la identidad cultural reforzará los criterios dicotómicos de inclusión/exclusión que determinan las constelaciones anteriores, atribuyéndoles mayor vigencia histórica y mayor estabilidad.

Sin embargo, en este paradigma, se contemplarán varias anomalías, en especial que “la afirmación discursiva de los valores es tanto más necesaria cuanto más imposible vuelven las prácticas sociales dominantes la realización de esos valores”. Sousa Santos sostiene que “vivimos en una sociedad dominada por aquello que Tomás de Aquino designa como habitus principiorum, o sea, el hábito de proclamar principios bajo los cuales no se pretende vivir” (Santos, 2003: 34).


En el contexto de esa contradicción, “las dominantes se desinteresan del consenso, tal es la confianza que tienen en que no hay alternativa a las ideas y soluciones que defienden. La hegemonía se transformó y pasó a convivir con la alienación social, y en vez de sustentarse en el consenso, lo hace en la resignación.

Se presentarán contradicciones en las constelaciones institucionales que determinaron el desarrollo político de la modernidad. Por una parte, “la socialización de la economía se consiguió a costa de una doble des-socialización: la de la naturaleza y la de los grupos sociales que no consiguieron acceder a la ciudadanía a través del trabajo”. Por otro lado, “la politización y visibilidad pública del Estado tuvo como contrapartida la despolitización y privatización de toda la esfera no estatal: la democracia pudo desarrollarse en la medida en que su espacio quedó restringido al Estado y la política que éste sintetizaba.

Por último, “la nacionalización de la identidad cultural se asentó sobre el etnocidio y el epistemicidio: todos aquellos conocimientos, universos simbólicos, tradiciones y memorias colectivas que diferían de los escogidos para ser incluidos y erigirse en nacionales fueron suprimidos, marginados o desnaturalizados, y con ellos los grupos sociales que los encarnaban” (Santos, 2005:15).

Las grandes promesas de la modernidad permanecerán incumplidas o se cumplirán de forma perversa producto de las contradicciones en las que entró el paradigma. En el caso de la promesa de la igualdad, “los países capitalistas  avanzados con el 21% de la población mundial controlan el 78% de la producción de bienes y servicios y consumen el 75% de toda la energía producida. Los trabajadores del Tercer Mundo en el sector textil o electrónico ganan 20 veces menos que los trabajadores de Europa o de Norteamérica, realizando las mismas tareas y con la misma productividad” (Santos, 2003:23). Según Marcuse:

Los esclavos de la sociedad industrial desarrollada son esclavos sublimados, pero son esclavos, porque la esclavitud está determinada no por la obediencia, ni por la rudeza del trabajo, sino por el status de instrumento y la reducción del hombre al estado de cosa. Esta es la forma más pura de servidumbre: existir como instrumento, como cosa (Marcuse, 1972:63).

A través de la etología se nos permite comprender que “la estrategia de acumulación forma parte de un comportamiento animal que perdura en el mundo de los primates humanos; un mundo en el que algunos continúan acumulando poder y riqueza siguiendo pautas etológicas y atávicas, condenando así, como cualquier otro animal, a grupos enteros de nuestra propia especie a la pobreza” (y al exterminio, BGH) (Carbonell; Sala, 2002:76).

En lo que respecta a la promesa de la libertad, “las violaciones de los derechos humanos en países que viven formalmente en paz y democracia asumen proporciones avasalladoras” (Santos, 2003:24). La violencia policial y penitenciaria llega al paroxismo, apunta Santos. El oxímoron de las “intervenciones humanitarias” se presentará como la versión contemporánea de la guerra justa, con la que se justificaron las cruzadas. Además, la persecución política y la consecuente criminalización de los movimientos opositores a las políticas neoliberales, como ha sido el caso del movimiento estudiantil en la Costa Rica de la dictadura de los Arias, que cubre su fachada de fascismo simpático(1) con un discurso democrático.

La promesa de la paz perpetua, parece más bien de la guerra permanente. Toda la historia de la modernidad, y prácticamente de toda la humanidad, va a estar marcada por la guerra. “en el siglo XVIII murieron 4,4 millones de personas en 68 guerras, en el siglo XX murieron 99 millones de personas en 237 guerras. Entre el siglo XVIII y el siglo XX, la población mundial aumentó 3,6 veces, mientras que los muertos por guerras aumentaron 22,4 veces” (Santos, 2003:24). Es importante rescatar como tras la caída del Muro de Berlín, y el consecuente fin de la Guerra Fría, en lo que se esperaba que fuera “el fin de la historia”, de aquella “fea” historia caracterizada por una esencia hobbesiana, entraríamos a un mundo de competidores y aliados comerciales, aquella hermosa época “rosa” adornada con florcitas, que se le bautizó con el nombre –mal utilizado, por cierto– de “Globalización”.

De acuerdo con el reporte del SIPRI del 2004, en esa época al mejor estilo de los cuentos de hadas, es decir, en los 14 años de posguerra fría se produjeron 59 conflictos armados importantes en 48 lugares. La cifra de grandes conflictos armados en 2003 fue la menor para la totalidad del período, con la excepción de 1997, cuando se produjeron 18 conflictos armados importantes.

Es importante rescatar como se retorna a la idea de la guerra total. Al ser total, se moraliza la guerra, para que sea sacralizada, se lucha contra el mismo demonio. Enemigo que no se encuentra ya sólo representado en un gobierno, sino también en la población, la cual, según Ludendorff, está ligada intrínsecamente a la guerra y en consecuencia: el acto de la guerra ha de tener como finalidad no sólo la destrucción del ejército enemigo, sino incluso la de la población enemiga (Naville, 2004: 22). Con ello la guerra pasa a ser una guerra de exterminio, de carácter “civil-social mundial” (Saxe, 2005)


Y por último, “la promesa de dominación de la naturaleza ha sido cumplida de un modo perverso bajo la forma de su destrucción  y de la crisis ecológica” (Santos, 2003:24). Históricamente el ser humano pasó de la recolección de materiales ofrecidos generosamente por la naturaleza, a la transformación de ésta mediante el uso extendido y cada vez más perfeccionado de herramientas y de su capacidad organizativa. La humanidad se amoldó primero a las condiciones impuestas por la naturaleza. Posteriormente, convertido ya en un homo faber (homínido forjador), adecua y transforma la naturaleza de acuerdo  a sus necesidades y metas. El homo faber maneja, controla y transforma la naturaleza. Así el medio ambiente es cada vez más una construcción social que una situación dada y fija. Por esta razón, también los impactos sociales sobre el medio ambiente son acumulativos (Rodríguez, 2002:50-51)

Anterior a la formación de la sociedad occidental, las diferentes ramas de la humanidad sobrevivieron o sucumbieron en conflictos y destrucciones sociales y ambientas. Muchos grupos, pueblos, naciones, regiones y continentes se autodestruyeron, o fueron destruidos, en guerras (muerte y esclavitud) o sufrieron cataclismos naturales. Sin embargo, la humanidad sobrevivió, creció y se extendió por casi todos los continentes  durante los últimos cuatro millones de años, pese a esas destrucciones ecológicas y sociales(3). Pero ha sido con la expansión europea (cristianismo capitalista) a todo el planeta  desde hace apenas unos 600 años (y sobre todo a partir del siglo XIX), cuando las dimensiones de los procesos destructivos  sociales (militares, económicos, políticos, culturales), y ambientales, no han cesado de magnificarse. Crecer indefinida y permanentemente, eliminando la oposición social o natural, es la regla básica de supervivencia  de esa civilización. Una civilización cristiana –excluyente de toda otra religión– y que se organiza en una economía política capitalista –excluyente de toda otra economía política (Saxe, 2005:25-26).

Se podría afirmar que en la dinámica capitalista, la pobreza es necesaria para que exista la opulencia, es decir, para que se dé el desarrollo se debe perpetuar el subdesarrollo. Por lo tanto, o al menos esa es mi percepción, se debe tener claro que existe una ausencia-presencia del desarrollo dentro del subdesarrollo. Por lo tanto, no puede concebirse, afirma Hinkelammert, “una sociedad subdesarrollada sin concebir también una sociedad desarrollada” (1983:15).

Sin embargo, en contraposición a la afirmación de que el subdesarrollo no es una categoría independiente, sino una contradicción intrínseca del propio desarrollo, dada por Hinkelammert, parece más acertado Carmen al afirmar que, estos términos (subdesarrollo, en desarrollo, menos desarrollado, incluso desarrollado, BGH), son parte de una conspiración semiológica de ofuscación y que el único término genuinamente capaz de traducir la realidad global es “maldesarrollo” (Carmen, 2004:37). Esto porque “maldesarrollo” epitomiza la amplitud, la profundidad y la trágica realidad de un “fracaso global” (Amin, 1990; Lebrel, 1964; citado en Carmen, 2004:37).


Se dice que un país es subdesarrollado porque carece de lo que tienen los desarrollados, esto es, desarrollo (2004:37). Sin embargo, continúa Carmen, la única sorpresa con esta forma del discurso es que todavía sigue siendo moneda de curso 20 años después de publicado los Límites del Crecimiento (2004:37-38); lo que hay que preguntarse: ¿cuán desarrollado es el desarrollo, mientras persista el peligro del subdesarrollo? Si, cuatro quintas partes de la gente en el mundo es pobre o desesperadamente pobre, y el abismo crece en forma continua, ¿cuán legítimo puede ser el ingenio de la antítesis subdesarrollado-desarrollado, si no existe voluntad aparente incluso para considerar la noción de sobredesarrollo? Se pregunta el autor (2004:38).

Sin embargo, toda la problemática de esta sociedad, se oculta detrás de la retórica del bienestar, se le hace creer a las personas que todo está bien sí él, como individuo se encuentra satisfecho, y producto de la libertad de consumir, el individuo puede satisfacer sus necesidades –que en última instancia son impuestas por la misma sociedad– por lo tanto llega a generarse, un sentimiento de que todo está bien, que todos los problemas han sido superados, y que quienes son pobres es porque así lo desean, en última instancia se crea una “conciencia feliz”.

Esta conciencia feliz “–o sea, la creencia de que lo real es racional y el sistema social establecido produce los bienes– refleja un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social” (…) “El poder sobre el hombre (sic) adquirido por esta sociedad se olvida sin cesar gracias a la eficacia y productividad de ésta. Al asimilar todo lo que toca, al absorber la oposición, al jugar con la contradicción, demuestra su superioridad cultural. Del mismo modo, la destrucción de los recursos naturales y la proliferación del despilfarro es una prueba de su opulencia y de “los altos niveles de bienestar” (Marcuse, 1972:114-115); en otras palabras, “la comunidad está demasiado satisfecha para preocuparse”(3).

Con esta “conciencia feliz” se piensa que las guerras, la tortura, incluso la pobreza se desarrollan al margen del mundo civilizado –aunque esos márgenes se encuentren en los mismos países del “Primer Mundo”– porque esos países recónditos son subdesarrollados, son bárbaros, que incluso aún merecen ser conquistados o en términos más suaves adaptados (entiéndase, capitalizados, democratizados, cristianizados).

Al considerarse como inviables las alternativas a este paradigma, y por la satisfacción de necesidades impuestas por el sistema, surge una sociedad del conformismo que menoscaba todo intento de conocimiento-emancipación, hasta el punto que busca aislar toda oposición con ello, esta es administrada por el sistema, en última instancia, es absorbida.

Se plantea aquí el problema de cómo acabar con la visión ortodoxa, que mantiene un virtual dominio monopólico sobre el curso del desarrollo global, que es inherentemente exclusivista y divisiva, en tanto el mito del crecimiento ha sido erigido sobre la explotación y el agotamiento de recursos que son en sí limitados (2004:3). Es aquí donde se presenta una alternativa para la desmitificación del desarrollo y para liberar a la sociedad de la “conciencia feliz”, Carmen nos dice, hay que descolonizar las mentes, tanto de los “desarrollados” como de los “subdesarrollados”. Se debe cumplir con la necesidad de redefinir en términos positivos, los valores culturales, sociales, educativos, éticos y otros, que tradicionalmente han sido poco considerados por las corrientes dominantes en economía del desarrollo (2004:2).

Pero, tomando una posición pesimista, esta descolonización de la mente se convierte en una tarea casi imposible cuando la gente se identifica con la existencia que les es impuesta y en la cual encuentra su propio desarrollo y satisfacción. Esta identificación, alega Marcuse, no es ilusión, sino realidad. Sin embargo, continúa el autor, la realidad constituye un estadio más avanzado de la alienación. Ésta se ha vuelto enteramente objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia alienada (1972:41).

Es decir, la sociedad subdesarrollada, sabe que es producto de la imposición de una visión ortodoxa por parte de la clase dominante, subdesarrollada, y no sólo eso, sino que también se identifica con ese subdesarrollo, del cual nunca saldrá, por ser una pieza importante en la dinámica capitalista(4), debido a que “el desarrollo aumenta al mismo ritmo que el subdesarrollo, y ambos no son más que las caras de una misma moneda” (1983:21).


Cómo acabar con este colonialismo que “impone su control sobre la producción social de la riqueza y sobre la reproducción social, mediante la conquista política y militar. Su forma de dominación más eficiente, sin embargo, es el control, mediante la cultura, de cómo la gente se percibe a sí misma y sus relaciones con el mundo: los controles económicos y políticos nunca pueden completarse sin el control mental” (2004:10). Se debe tener presente que la alternativa, por no decir la única, viable para alcanzar el verdadero desarrollo, es la socialización del conocimiento y la tecnología, es decir la humanización, pues ella es o debería ser “nuestra vocación, ontológica tanto como histórica” (Freire, 1972:21; citado en Carmen, 2004:2).

Estas contradicciones, y otras que escapan o quedan por fuera, han provocado una crisis del paradigma del pensamiento político moderno y a toda la modernidad en sí misma. “Cabe decir que nuestras sociedades están atravesando un periodo de bifurcación, es decir, una situación de inestabilidad sistémica en el que un cambio mínimo puede producir, imprevisible y caóticamente, transformaciones cualitativas” (Santos, 2005:18).

Sousa Santos sostiene que “la turbulencia de las escalas –cada fenómeno es el producto de una escala dentro de un régimen general de valores, BGH– deshace las secuencias y los términos de comparación y, al hacerlo, reduce las alternativas, generando impotencia o induciendo a la pasividad” (Ibíd.)

Para resguardar el paradigma frente a las anomalías que se presentaron, la estabilidad del paradigma quedó limitada al mercado y al consumo, pese a que en ellos también se produjeron cambios radicales.

Orwell resume en una frase por qué es de gran importancia para la sociedad moderna resistir el surgimiento de un nuevo paradigma y esto se debe a la necesidad de mantener la jerarquía social, porque:

Si todos los seres humanos disfrutasen en la misma medida del lujo y el ocio, la gran masa, a quien la pobreza imbeciliza, comenzarían a entender muchas cosas logrando pensar por sí mismos; y al reflexionar, comprenderían más pronto o más tarde que tal minoría privilegiada carecía de derechos fundados para imponer leyes a los demás y las eliminarían. Una sociedad jerárquica sólo es posible generando pobreza e ignorancia (Orwell, 2002:189).

Mediante la satisfacción de necesidades impuestas por el mercado, que servirá como tesis ad hoc, se diseña “un mundo ordenado sin fisuras, trasmitiendo a sus operadores una sensación de bienestar, tranquilidad y seguridad, haciendo desaparecer del futuro el miedo a la incertidumbre” (Roitman, 2004: 67). En última instancia, hacen desaparecer del futuro la posibilidad de un nuevo paradigma “alternativo” y diferente al actual.

En última instancia en el paradigma de la modernidad no se logra eliminar las anomalías que se presentaron en la Edad Media, pues aún persisten la jerarquía y la propiedad. Cabe rescatar que estos elementos no son propios del medioevo, por el contrario es un rasgo humano, demasiado humano, que nos ha acompañado en todo el proceso evolutivo: “los homínidos en proceso de humanización, es decir, los humanos actuales, únicamente hemos reforzado estos rasgos etológicos y los hemos disfrazado al revestirlos con una máscara cultural” (Carbonell; Sala, 2002: 75).

Por esto, “la defensa de los sistemas jerárquicos, las fronteras y las propiedades en la que aún se empeñan algunos especímenes humanos es una manifestación de comportamiento animal y, desde la perspectiva de la moral humana, una perversión. Las relaciones sociales y técnicas de las comunidades humanas deben fomentar el abandono paulatino de estos vestigios de animalidad que inciden de manera negativa en el comportamiento organizativo de nuestra especie” (Carbonell, Sala, Loc. Cit.).

Pero, las tesis ad hoc para la estabilidad sistémica recaerán en la tecnología y el derecho. Para citar un ejemplo, Eudald Carbonell y Robert Sala afirman como “los humanos habremos resuelto el enigma de nuestra conciencia cuando seamos capaces de socializar la técnica y dedicar todas nuestras energías al conocimiento y a la resocialización constante. Y esto todavía no ha sucedido porque aún no somos humanos”. Consecuentemente, para que la técnica y el derecho estabilicen el paradigma de la modernidad, será necesario un nuevo contrato social, en términos más políticos, una especie de nueva “paz de Westfalia(5)”.

La nueva “paz de Westfalia” frente a la crisis del paradigma político de la Modernidad

La modernidad está en fase de crisis, sus promesas degeneraron en perversiones características del medioevo. Al cederse la capacidad de pensar al sistema para que este administre y centralice lo pensado, se corre el riesgo de que este se resista al cambio. Con ello podría afirmarse que el homo dejó de ser sapiens, esto porque la acción de ceder la capacidad cognitiva al sistema es antinatural.

Por esta acción, “el ser y el estar en el mundo como sujeto, se castra la condición humana para provocar el advenimiento del pensamiento sistémico. Eliminar la diferencia es la base para imponer la sociedad del conformismo e inhabilitar la acción del pensar crítico. Pensar diferente” (Roitman, 2004: 70).

Al eliminarse el pensar crítico, pasamos a ser “indiferentes ante hechos que suceden a nuestro alrededor o a distancia, pero cuya existencia desconocemos o de los cuales tenemos una visión confusa” (Roitman, 2004:76). Como afirmaba Anders en 1975:
No solamente la imaginación ha dejado de estar al lado de la producción, sino que también el sentimiento ha dejado de estar a la par de la responsabilidad. Todavía podría ser posible imaginar o arrepentirse por el asesinato de un semejante, o aun de compartir la responsabilidad por ello. Pero figurarse la eliminación de cien mil semejantes definitivamente sobrepasa nuestro poder imaginativo. Cuanto más grande sea el efecto posible de nuestras acciones, tanto menos capaces somos de representárnoslo, de arrepentirnos o de sentir responsabilidad por él. Entre más ancho es el abismo, tanto más débil es el mecanismo de frenado. Eliminar cien mil personas apretando un botón es algo incomparablemente más fácil que destazar a un individuo. Lo “subliminal”, el estímulo demasiado pequeño como para generar una reacción, ya ha sido reconocido en la psicología. Más significativo, sin embargo, aunque no haya sido visto ni mucho menos analizado, es lo “supraliminal”, el estímulo demasiado grande como para generar una reacción, o para activar algún mecanismo de frenaje (Anders, 1975, citado por Saxe, 2005).
Pero el sistema no se mantendrá estático con la generación de la “ciencia feliz”. Buscará por todos los medios reestablecerse a través de la ciencia y el derecho. Para que esto sea llevado a cabo necesita una reestructuración  paradigmática, por decirlo de alguna forma, es decir a través de un falso “nuevo contrato social” se pretenderá el surgimiento de un nuevo paradigma que en realidad, desde nuestra óptica, será un resurgimiento del paradigma actual.

Para llevar a cabo dicho proyecto, se necesita, en primer lugar, eliminar toda oposición, recuérdese que el sistema puede hacer creer que tal tendencia es una ruptura sistémica o revolucionaria, pero en realidad es propuesta por el mismo sistema para ocultar su fachada absolutista. Y gracias a la estabilidad que genera el mercado y el consumo, que produce “conciencia feliz”, la oposición real se encuentra fragmentada y por ello es administrada. En segundo lugar, y gracias a la sociedad del conformismo, la eliminación de la condición de humano, con ello en el nuevo contractualismo los Derechos Humanos, al ser considerados como “distorsiones del mercado”, pueden ser omitidos y substituidos por los derechos de propiedad privada.

Esta nueva contractualización poco tiene que ver con la idea moderna del contrato social. Se trata, en primer lugar de una contractualización liberal individualista, basada en la idea del contrato de derecho civil celebrado entre individuos y no en la idea de contrato social como agregación colectiva de intereses sociales divergentes. En segundo lugar, la nueva contractualización no tiene, a diferencia del contrato social, estabilidad. En tercer lugar, la contractualización liberal no reconoce el conflicto y la lucha como elementos estructurales del contrato. Al contrario, los sustituye por el asentimiento pasivo a unas condiciones supuestamente universales e insoslayables (Santos, 2005: 21).

En este sentido debe recordarse que a diferencia del viejo imperialismo europeo en los albores de la edad moderna, el nuevo imperialismo se caracterizó por: un cambio de énfasis central de la rivalidad en el modelado del mundo a la lucha por impedir la contracción del sistema imperialista; el nuevo rol de los EEUU como organizador y líder del sistema imperialista mundial; y el surgimiento de una tecnología cuyo carácter es internacional (Magdoff, 1969: 48).

Este nuevo imperialismo surge tras la revolución rusa. Esto porque “antes de la segunda guerra mundial los rasgos principales eran la expansión del imperialismo hasta cubrir el globo y los conflictos entre potencias por la redistribución de territorio y esferas de influencia. Después de la revolución rusa se introdujo un nuevo elemento en la lucha competitiva: el impulso de reconquistar la parte del mundo que se había desligado del sistema imperialista y la necesidad de impedir que otros abandonaran la red del imperialismo (Magdoff, Loc. Cit.)

Sin embargo, esta red imperialista entrará en crisis. Tras la crisis petrolera de los años setenta, los EEUU vieron como su hegemonía y con ella la red imperialista que giraba en torno a ellos comenzó a declinar. Las actuales guerras llevadas a cabo por los EEUU tienen como propósito la apropiación de los recursos estratégicos, el reforzamiento de la red imperialista con una tendencia jerárquica más vertical que les permita, a los EEUU, superar sus crisis de poder y con ello consolidarse como un imperio mundial.

Es aquí donde entra en juego el nuevo contractualismo. Para sostener el paradigma político, se debe crear una nueva, o al menos revitalizarla, red imperialista mundial, porque con ella se establecería un nuevo orden jurídico internacional –recuérdese la importancia del derecho para la estabilidad frente a las anomalías–. Esto se llevará a cabo mediante la consolidación de un ius cogens emergente o norma imperativa de derecho internacional general. Resulta interesante como esa nueva normativa jurídica se está realizando a través de los Tratados de Libre Comercio. De acuerdo a la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969, “una norma imperativa de derecho internacional general es una norma aceptada y reconocida por la comunidad internacional de Estado en su conjunto como norma que no admite acuerdo en contrario y que sólo puede ser modificada por una norma ulterior de derecho internacional general que tenga el mismo carácter” (Artículo 53).

Al surgir una nueva norma imperativa de derecho internacional general, de acuerdo a la Convención de 1969, “todo tratado existente que esté en oposición con esa norma se convertirá en nulo y terminará” (artículo 64).

Se puede interpretar, por consiguiente, que la nueva contractualización generará una nueva norma imperativa del derecho internacional general basada en el derecho de propiedad privada sobre la de Derechos Humanos, que como apuntamos anteriormente, dejaría de tener efecto porque se ha perdido la condición de humano.

Esta norma imperativa se basará, o al menos así se podría interpretar, en el derecho interno estadounidense, es decir, el proyecto estadounidense es el de internacionalizar su derecho interno. Se deduce de ello, que al mejor estilo del imperio romano, se creará un ius civile o derecho particular, es decir exclusivo para los ejércitos, ciudadanos (de primera categoría) y empresas estadounidenses y un ius gentium o derecho general para el resto de las “personas”, ejércitos y empresas del mundo. Esto se contempla en el capítulo 10 del CAFTA y en el texto de la Implementation Act cuya sección 102.a.1 dice: “La Legislación de los EEUU prevalece en caso de conflicto. Ninguna disposición del Acuerdo, ni la aplicación de la misma a cualquier persona o circunstancia, que sea inconsistente con cualquier ley de los EEUU, tendrá efecto” (citada en Mora, 2006: 22).

Debe tenerse presente que ante la crisis del paradigma político de la modernidad, el espacio-tiempo nacional estatal se verá subsumido por el espacio-tiempo local y global. Con ello, y por la necesidad de la libre explotación unilateral de recursos estratégicos, conocida de forma “bonita” como “Libre Comercio”, requiere de la eliminación de uno de los elementos fundantes del pensamiento político de la modernidad: la soberanía.


Si históricamente se concebía que “la soberanía se basaba en una fuerza armada suficiente para rechazar a los invasores, y la fuerza armada se adaptaba a la forma de un poder estatal centralizado”, actualmente, un Estado es soberano en la medida en que “posea un centro político cuyas decisiones predominen sobre la voluntad de todas las autoridades subordinadas; es soberano respecto del mundo exterior en la medida en que pueda imponer su autoridad jurídica. Si se ve invadido por la fuerza armada, y no logra resistir, su autoridad desaparece junto con su soberanía, y esto ocurre cualesquiera sean su estructura social, su trama jurídica, su fachada constitucional o su régimen político”. (Lichtheim, 1972: 11-15).

Se entiende de ello que, por ejemplo, Costa Rica cede toda su soberanía, debido a que el Tratado de Libre Comercio lesiona la integridad territorial y el bienestar de la población. De ahí que prácticamente Costa Rica deja de ser un Estado-Nación –pierde su carácter de soberano– ya que se somete a la soberanía de los EEUU. Costa Rica, en última instancia pasaría a ser un “Estado-(neo)Colonial”, Estado por ser necesaria la administración colonial y el apoyo como “Estado-Nación”, aparente, a las políticas estadounidenses ante las Organizaciones Internacionales.

Al reproducirse esto a escala mundial, porque no es exclusivo del CAFTA, se contempla la emergencia de esta norma imperativa del derecho internacional general y con ella un nuevo Orden Jurídico Internacional que reestablecerá la red imperialista en su fase tardía, y sostendrá a EEUU en el centro del poder mundial hasta que se presente un nuevo paradigma que sustituya al actual o la destrucción definitiva del planeta producto de la crisis ecológica que acarrea este paradigma político.

En definitiva:

Si el hombre supiese lo que tiene que sufrir él o lo que han de sufrir muchos de sus semejantes, quedaría mudo de espanto. Si se condujese el optimismo  más entusiasta a través de los hospitales, leproserías, cámaras de tormento quirúrgico, prisiones y lugares de suplicio, campos de concentración  o campos de batalla; si se le abriesen todas las oscuras guaridas donde se oculta  la miseria, huyendo de las miradas de una curiosidad fría o en fin, si se le dejase ver el hambre y la miseria toda acabaría por rechazar la tesis de que este mundo es el mejor de los posibles. Arthur Schopenhauer
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Notas:
(1)  Véase mi ensayo “Más allá del libre comercio: seguridad esencial” y “el puño visible del mercado. Neoliberalismo  y guerra en América Latina”.  http://leavingwonderland.blogspot.com. En donde expongo como la guerra es un elemento estructural del neoliberalismo y con ello su esencia es el fascismo. De ahí que, cuando el neoliberalismo necesita un régimen de seguridad nacional para mantenerse activo, en última instancia, un régimen  fascista. Esa fascistización, o estado de guerra, en su etapa anterior se caracteriza por un reforzamiento de un estado policial, por ende, un régimen fascista “simpático”.
(2)  En América, la megafauna del Pleitoceno fue destruida no solo por los cambios climáticos que conducían al Holoceno, sino por la acción de los pueblos inmigrantes  ante lo que esos grandes animales  no tenían  defensas. (el Pleistoceno empezó hace unos 2 millones  de años y duró hasta más o menos el 8 mil adne; el Holoceno  empieza alrededor del 7 mil adne. – hace unos 9 mil años) (Saxe Fernández, 2005)
(3)  Galbraith, J. 1956. American Capitalism; citado en Marcuse, H.1972. El Hombre Unidimensional. 9ª ed. Trad. Elorza, Antonio. México: editorial Seix Barral. P. 225
(4)  Hinkelammert  propone un análisis interesante al diferenciar la sociedad tradicional  de la sociedad subdesarrollada. “la sociedad tradicional es una sociedad no desarrollada (…) El desarrollo como categoría propia surge con el advenimiento de la Revolución Industrial; antes de esta, carece de sentido hablar de desarrollo. La sociedad tradicional no sabe que es tradicional, en tanto que la sociedad desarrollada  sabe que lo es, y sabe también, en consecuencia, que las sociedades previas a la Revolución Industrial son tradicionales”. Mientras que, “la sociedad subdesarrollada  sabe que es subdesarrollada. La sociedad tradicional termina y desaparece en cuanto  sabe que lo es. Al tomar conciencia  de su condición, el subdesarrollo  no desaparece de ninguna manera (…) Entre sociedad tradicional y sociedad desarrollada no se intercala necesariamente la fase del subdesarrollo, sino que, por el contrario, subdesarrollo y desarrollo son formas sociales que conviven y se refuerzan mutuamente (1983:16-18)
(5)  Tomaremos la paz de Westfalia como referente conceptual y no como referente geográfico, ya que marcó el inicio del paradigma del pensamiento político en la modernidad, cuando se presente el nuevo referente conceptual para el abandono del paradigma de la modernidad, este concepto puede perder vigencia.

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